
Vacía. Como si mis oídos no dieran crédito a lo que acababan de oír. Estaba muerta, la habías asesinado aquella maldita noche. Todo delataba que habías sido tú.
Mi mente en blanco, no pensaba o quizás eran muchas cosas las que venían a analizarse. Ninguna gesticulación de mi parte. Palabras no salían. Y un vacío en el pecho... como un hoyo. Como un profundo y magullado hoyo que tu calaste. Sin corazón. Vacía.
Pero por más que quisiera no estaba sola. Mi incondicional compañía estuvo ahí, sosteniéndome cuando me estaba cayendo en el más horrible de los abismos. Con solo mirar mis ojos sabía que, pese a mi "no reacción", algo andaba mal. Y muy mal. Ayudándome a levantar pese a advertirme que caería, queriendo arrancar de mi alma aquel dolor.
Pasó mucho tiempo... al menos así lo sentí. Nunca supe si fueron segundos, minutos u horas las que me mantuve impertérrita frente a mi preocupado interlocutor, que cada vez palidecía más mientras no le contestara sus preguntas que iban del "¿te sientes bien?" al "¿quieres que nos vayamos?". El viaje de regreso fue lo más tortuoso que he hecho en mi vida. Imaginarme la escena del crimen, y a ti... mi amado... en el momento y lugar equivocados inundaba mis ojos de lagrimas que ya no se molestaban en esconderse; salían cual chorro de agua que brota de la llave del grifo. ¡¿Y que importaba si la gente a mi alrededor se enteraba que estaba llorando?! Aquel sentimiento de angustia, de dolor, ya comenzaba a hacerse físico. Me costaba respirar. Me costaba hilar mis ideas. Sólo quería oír de tu voz que aquello era mentira, que no la habías matado, que sólo había sido un mal entendido...
Con el tiempo me enteré que no estaba muerta. Confianza estaba herida, sí, muy mal herida... pero aún se podía hacer algo. Estaba dispuesta a confiar nuevamente, sólo debías enseñarme de nuevo.